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Nalgada a tiempo, efectos en el cerebro de los niños

Nalgada a tiempo, efecto en los niños
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Para nadie es un secreto que los patrones de crianza antiguos favorecían y animaban el uso de la violencia como forma de disciplinar a los niños. Lo más triste del caso es que aún en nuestros tiempos se sigue creyendo que con golpes o nalgada a tiempo podremos disciplinar y hacerles personas de bien, respetuosas y con valores.

Lo cierto es que (y esto es algo que hay que agradecer) son cada vez más las personas que despiertan su conciencia del letargo social, entendiendo que no es a nalgadas que se logra disciplinar a los niños, sino más bien empatizando con sus necesidades.

Incluso, se han realizado diversos estudios al respecto que concluyen que la famosa nalgada a tiempo tiene efectos no tan positivos en el cerebro de los niños.

El problema principal por supuesto que es el uso de la violencia, más sin embargo el problema subyacente que muchos no vemos es que se ha naturalizado la violencia como forma de instaurar normas, valores y respeto, cuando en realidad estamos logrando todo lo contrario.

Muchos se refugian en argumentos como “a mí me pegaron de chiquito y aquí estoy, no tengo traumas” o “una buena nalgada a tiempo ayuda a corregir a los niños”, y sin embargo con cada vez más las personas adultas que llegan a la consulta con problemas para dormir “sin razón aparente”, que viven en relaciones dependientes o por el contrario han aprendido que el uso de la fuerza es la única forma de ser respetados.

Así que sí, aunque nos creamos personas de bien porque de pequeños nos pegaron y eso fue lo que funcionó para disciplinarnos, podremos tener las mejores intenciones a la hora de criar, pero si usamos la violencia de forma natural, estamos haciendo daño, estamos violentando la integridad física de un niño, y peor aún dejando huellas emocionales que seguirán con ellos hasta su adultez.

Pero no sólo esto, como comenté más arriba, diversos estudios han demostrado que más allá del daño físico y emocional que los golpes o nalgadas pueden generar en los niños, esta forma de disciplinar también tiene efectos o consecuencias a nivel cerebral.

Akemi Tomoda y un grupo de investigadores expertos, se dedicaron a estudiar a un grupo de niños que eran expuestos a golpes o nalgadas al menos una vez al mes, para determinar sus efectos en el desarrollo del cerebro a lo largo de su crecimiento. Los resultados a los que llegaron en el 2009 fueron sin duda reveladores.

El estudio concluyó que aquellos niños que fueron expuestos a nalgadas como castigo al menos una vez al mes, tenían menos materia gris en determinadas áreas del cerebro, principalmente las que están relacionadas con el autocontrol, la toma de decisiones y la forma en la que procesaban la información.

Incluso, se determinó también que estas áreas donde había menos materia gris también estaban relacionadas con el desarrollo de adicciones futuras y la depresión.

Y este no es el único estudio al respecto. Otro estudio realizado en el 2010 y publicado en la revista científica Pediatrics, en el que se estudió a niños de 3 años que recibían 2 o más nalgadas o golpes al mes como castigo, concluyó que este tipo de castigos estaba relacionado con mayores niveles de agresividad cuando los niños cumplían 5 años.

Además de esto, otro estudio realizado y publicado por el Journal of Agression, Maltreatment and Trauma indicó que aquellos niños que habían sido nalgueados o azotados por sus madres, presentaban una disminución de las funciones cognitivas cuando eran mayores.

Evidencias hay muchas, el problemas es que estamos tan cegados con estilos de crianza antiguos, que decidimos no verlas.

Irónicamente, cuando un adulto acota, golpea o propicia una nalgada a un niño, busca enseñarle respeto, consecuencias de sus conductas y sobretodo fomentar el autocontrol, y de lo que no se dan cuenta es de que están logrando todo lo contrario, puesto que disminuyen la cantidad de materia gris precisamente en las áreas que se encargan de estas funciones.

El niño que es castigado físicamente por una conducta negativa, no aprende que ha cometido un error ni mucho menos entiende los verdaderos motivos por los cuales su conducta no es aceptada, simplemente aprende que no puede volver a comportarse de esa forma o de lo contrario recibirá un golpe.

Entonces, ¿qué estamos realmente enseñando? Sin duda alguna, no creo que sean valores. Si yo no entiendo las consecuencias reales de mi conducta, difícilmente podré reconocer que lo que he hecho ha estado mal, y aunque no me comporte de la misma forma en un futuro para evitar un castigo, probablemente emita otras conductas igual de negativas porque no he aprendido de consecuencias naturales, ni mucho menos a asumir la responsabilidad de mis actos.

Y es que como adultos únicamente usamos el castigo físico con los niños porque tenemos el poder de hacerlo, porque nos vemos en una posición más alta que ellos, disminuyéndolos en su esencia.

Seguramente cuando tienes un inconveniente en el trabajo con algún compañero, no lo resuelves a golpes, lo discutes, lo conversas, quizás te exaltes un poco pero no te vas a la violencia, entonces; ¿Por qué sí hacerlo con los niños?

La respuesta es sencilla: porque los niños no pueden defenderse.

Por eso siempre apuesto a otras alternativas de crianza para establecer límites y disciplinar, que no incluyan la violencia de ningún tipo entre sus estrategias.

Lo más fácil es condenar la conducta de un niño y juzgarla sin piedad, pero qué pasaría si en lugar de eso nos dedicáramos a reconocer cómo nos hace sentir esa conducta de nuestro niño, qué heridas de la infancia no sanadas nos ha despertado, y a partir de allí encontrar mejores soluciones.

Se trata de conectar con la necesidad del niño, entender su ira o frustración, su inmadurez o su inocencia, aceptar sus emociones y enseñarles a regularlas a través de nuestra propia autoregulación. No puedes enseñarle a un niño que no debe gritar si tú te la pasas gritándole, no puedes enseñarle a no resolver los conflictos a golpes si tú lo golpeas cada vez que se “porta mal”.

La invitación es a revisar nuestras propias emociones y la forma en cómo las estamos manejando, para así poder disciplinar respetuosamente a nuestros niños.

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