Ciertamente, si recordamos cuando fuimos niños, probablemente en la mayoría de los casos recordaremos cómo nuestros padres colocaron grandes expectativas y esperanzas en nosotros.
Querían que fuéramos “el mejor de la clase”, o el mejor deportista, la mejor bailarina, en fin, que fuéramos los mejores en todo lo que nos propusiéramos o querían ellos para nosotros; y para lograrlo hacían todo lo que estaba a su alcance, casi siempre bajo la premisa de “quiero darte lo que mis padres no pudieron” o “quiero que seas lo que yo no pude ser”.
Aunque en el momento, significaba para nosotros una gran presión y a veces hasta una gran molestia, en muchas ocasiones cuando crecemos y tenemos nuestros propios hijos, nos encontramos repitiendo los mismos patrones.
Aunque en algunos casos los padres logran darse cuenta a tiempo y permiten que sus hijos sean lo que deseen ser, sin enfocarse demasiado en si son “los mejores”, en otros casos no sucede así.
Existen padres que crían a sus hijos bajo esas premisas de excelencia, perfección y exigencia, porque de igual forma fueron criados y es la única forma en la que saben hacerlo. Ahora, aunque este quizás no sea el mejor de los casos, tampoco es lo peor del asunto.
También existen esos padres que acostumbrados a ser los mejores en todo, compiten con sus hijos. Y nos preguntamos, ¿Cómo es eso de padres que compiten con sus hijos? Pues así mismo como se lee y escucha.
Regularmente este tipo de situaciones se presentan en familias en las que los estándares suelen ser bastante altos, en las que se espera y se exige de los hijos sólo lo mejor, pero son también familias en las que los hijos no pueden superar a los padres, y es allí donde comienza la competencia.
Usualmente lo identificamos en padres que aunque exigen excelencia a sus hijos, no los motivan, logrando de ésta forma conducir a sus hijos al fracaso, para así poder vanagloriarse en cómo ellos sí pudieron lograrlo en sus días.
Son padres cuyo sentido de vida o significado de éxito se vio y se sigue viendo afectado en la adultez, y por ende deciden quedarse en esos días del pasado en los que sí fueron exitosos.
Regularmente, este tipo de relación entre padres e hijos suele ser bastante tóxica. No es lo mismo hablar de una competencia sana en la que los padres incentiven a sus hijos a ser mejores que ellos, que hablar de una competencia en la que los padres no permiten que los hijos tenga éxito por sí mismos.
Es común escuchar de éstos padres frases como “Yo lo hacía mejor cuando tenía tu edad”, “Sólo lo lograste porque yo te ayudé”, “Eres bueno, pero nunca serás como era yo en mis tiempos” entre otras, incluso a veces pueden ocultarse detrás de un patrón de conducta pasivo-agresivo en el que no necesariamente desmotivan con este tipo de frases, sino que por el contrario hacen todo tipo de comentarios para lograr que sus hijos fracasen, como por ejemplo, “está bien si no lo logras, sé que es difícil llegar a ser tan bueno como yo lo era”.
Lo que no sabemos, es que en la mayoría de los casos, detrás de este patrón de conducta por parte de los padres, se esconde un niño interior cuyas heridas no han sido sanadas, un niño al que se le exigió demás y se le castigó cuando no logró alcanzar los estándares o cumplir con las expectativas establecidas.
Tener este tipo de relación con los hijos no sólo afectará el vínculo entre ambos, sino además que por un lado el padre no logrará sanar las heridas de la infancia, y por otro, el hijo creará heridas nuevas porque su autoestima se verá afectada.
Sólo basta pensar en esto, si son precisamente los padres lo principal fuente de apoyo y seguridad, y los máximos constructores de la autoestima de sus hijos, ¿Cómo podremos criar un niño seguro y exitoso, si en lugar de ayudarlo lo desmotivamos y “pisoteamos”? (por así decirlo).
Es por ello que se hace sumamente importante, cuando hablamos de crianza, aprender y buscar sanar nuestro niño interno, para poder brindarles lo mejor de nosotros a nuestros pequeños.
Por algo en las señales de seguridad de los aviones, nos indican que primero debemos colocarnos la máscara de oxígeno nosotros, para luego ayudar a los niños a colocársela; es necesario atendernos nosotros, sentirnos bien y que estamos en un lugar óptimo, para poder criar niños emocionalmente sanos.
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